Frente a la realidad intrigante y maravillosa de nuestros
orígenes, el mito, sobre los hechos de la experiencia, construye un
imaginario que no deja de ser una intuición privilegiada, una ficción
realista que sacraliza el espacio y el tiempo. | Robert Graves.
Los
orígenes de la isla se pierden en la noche de los tiempos, pero, por
los indicios que tenemos, cabe imaginarlos sobre la base de dos
versiones, la científica que nos da la geología y la literaria que nos
proporcionan los mitos.
Los geólogos nos dicen que en el mioceno
superior, hace ahora 11 millones de años, por compresión de la corteza
terrestre, se producen formidables movimientos verticales que provocan
en la mar mesogea las emersiones de tierra que, después, en un día
todavía lejano, conformarán los archipiélagos que habitamos. Pero antes
de que tal cosa suceda, se suceden movimientos tectónicos innumerables
–plegamientos, fracturas, afloramientos y hundimientos– que, una y otra
vez, modifican la ocupación que las aguas y las tierras tienen en cada
momento. El mar avanza y retrocede, las tierras emergen y quedan luego
sumergidas, se separan y vuelven a unirse. Nuestro pequeño mundo nace
así de un auténtico caos. Los movimientos tectónicos que continúan en el
plioceno y en el cuaternario crean finalmente fallas y crestas de
orientación NE-SW que después conformarán el archipiélago pitiuso,
separándose unos cincuenta kilómetros hacia el sudoeste respecto a las
Gimnesias (Mallorca y Menorca) y configurando así las insularidades que
hoy conocemos. Este proceso transformador de Gea es tan brutal y
complejo que no sería creíble sin las huellas que nos han dejado
aquellos telúricos movimientos en los sedimentos estratificados de los
lugares más elevados de la isla, restos de algas, corales, rodolitos,
moluscos y huevos de tortuga. Así sabemos que lo que en otros tiempos
fueron simas marinas son hoy farallones de 100 metros de altura.
En
los tiempos que siguieron en un periodo cuyo límite inferior nos hace
retroceder 1,6 millones de años, la tectónica mantiene su actividad y
Formentera bascula hacia el oeste mientras se eleva el este de la isla, a
más de cien metros sobre el mar, en lo que conocemos como macizo de la
Mola. Después, lentamente, las áreas deprimidas se van colmatando con
los sedimentos provocados por las aguas torrenciales de los periodos
lluviosos, con el resultado de que la isla va creciendo con el cordón
litoral que, con unos mil metros de anchura en su zona más angosta,
consigue unir los dos promontorios de la isla que encuentran su techo
por el este en Sa Talaiassa, (192 metros), y el Puig Guillem en el oeste
(107 metros). Y habrá después, todavía, avances y retrocesos del mar,
se alternarán los periodos glaciales y lluviosos con los interglaciares
más cálidos y secos, pero poco a poco se irá fijando la geomorfología de
la Pitiusa menor, tal como la conocemos. Ésta es, muy simplificada, la
explicación geológica que recoge a grandes saltos el parto de la Tierra
del que nació Formentera. Pero ya dijimos que también cabe acudir a los
mitos que retienen todo lo que sucedió en tiempos de los que el hombre
no tiene memoria.
Hijo de Clímene y Japeto y padre de las ninfas
Hespérides, Esperetusa, Egle y Eritia, –en una generación anterior a los
Olímpicos–, Atlante, gigante hermano de Menecio, Epimeteo y Prometeo,
encabezó a los Titanes en su lucha contra los dioses que le condenaron a
soportar sobre sus hombros una isla que estaba en las afueras de
Occidente y que, por lo que sabemos, era Formentera. Pero sucedió que al
levantarla por el este, sobre el mar, la isla se inclinó peligrosamente
hacia poniente donde su zona más baja quedó sumergida. Fue entonces
cuando Heracles, que iba camino del Jardín que custodiaban las
Hespérides en el extremo occidente, al borde el río Océano, se avino a
echarle una mano para congraciarse con las hijas de aquél y levantó la
isla por el oeste. Pero lo que entones sucedió fue que Gorgona, el
monstruo marino de afiladas garras y espantosa cabeza, que tenía
serpientes en lugar de cabellos y una mirada penetrante que convertía a
los hombres en piedra, disgustada de que le arrancaran la isla de sus
fondos marinos y la sacaran a la superficie, clavó su mirada en Heracles
y Atlante que, mientras sostenían la isla con sus poderosos hombros,
quedaron petrificados. Afortunadamente, la diosa Hera, reina de los
Olímpicos y esposa de Zeus, convenció a éste para que liberara a
Heracles y Atlante, manteniendo su obra en la isla que así salvó sus
columnas de piedra, mientras los gigantes siguieron su camino. Heracles
marchó a las Hespérides y dejó constancia de su paso levantado las
Columnas de Hércules en el estrecho de Gibraltar, mientras que el
empecinado Atlante volvió a desafiar a los dioses que, inmisericordes,
esta vez le condenaron a soportar sobre sus hombros la bóveda del cielo.
Un mal final que se agravó, según parece, cuando Perseo le enseñó a
Atlante la cabeza de su antigua enemiga, la Gorgona, que consiguió que
Atlante quedara de nuevo petrificado en la cadena norteafricana del
Atlas. Fuera como fuese, para entonces, Formentera ya había conseguido y
mantenía el firme anclaje que le daban sus pétreas columnas, las que
todavía sobresalen, al este y oeste de la isla, en sus promontorios de
la Mola y el del Cap de Barbaria. Sólo cabe esperar que el talante
caprichoso de los dioses no decida algún día devolver la isla a las
simas marinas que dominan Posidón y Gorgona. Ovidio cuenta en las
Metamorfosis que Gorgona había sido una bellísima ninfa que sedujo
Posidón, uniéndose ambos bajo al ara de Atenea que, encolerizada,
convirtió a Gorgona en el monstruo marino que, sin querer, tuvo mucho
que ver en la emergencia que en tiempos tuvo Formentera.